José Luis Sampedro Sáez nació en Barcelona en el año 17 y falleció el mes pasado a los 96 años. Su padre nació en La Habana, su abuelo en Manila, su madre en Argelia y su abuela en Suiza y él se crió en la cosmopolita y multicultural ciudad de Tánger (Marruecos). Luchó en los dos bandos de la guerra española. Tras su Licenciatura con muy buenas notas trabajó como economista en el Banco Exterior de España y como profesor en la Universidad Complutense de Madrid y Salford y Liverpool. Fue también senador en las primeras cortes democráticas.
Entre otros premios y reconocimientos, ha recibido la Orden de las Artes y las Letras que le otorgó el Consejo de Ministros en el 2010 por «su sobresaliente trayectoria literaria y por su pensamiento comprometido con los problemas de su tiempo» o el Premio Nacional de las Letras Españolas en el 2011. Fue investido Doctor Honoris Causa de la Universidad de Sevilla y Alcalá en 2009 y 2012 y fue miembro de la Real Academia de la Lengua desde 1990.
Hizo el prólogo de la edición española del libro ¡Indignaos!, del escritor y político comprometido Stéphane Hessel, veterano de la Resistencia francesa y partícipe de la redacción de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Ambos escritores nacieron y murieron en el mismo año y mostraron su simpatía por el movimiento 15M.
Ha escrito una revista literaria, obras de teatro y ensayos económicos en los que abogaba por una economía «más humana, más solidaria, capaz de contribuir a desarrollar la dignidad de los pueblos». Sus novelas más conocidas son El río que nos lleva, cuya adaptación cinematográfica fue declarada “película de interés” por la UNESCO por su defensa de los valores culturales y ecológicos de la zona del Alto Tajo, Octubre, Octubre, que él mismo considera su testamento vital, La vieja sirena, El amante lesbiano y La sonrisa etrusca que escribió inspirado por su único nieto. Ésta última es una historia muy tierna y muy sencilla en la que apenas pasan cosas, que llega a ser incluso lenta o monótona, cuyo final ya sabemos desde el principio, pero que cautiva, emociona y le hace conectar a uno con su propia historia personal, porque todas tenemos padres, hijos, nietos o un mi abuelo que ganara una batalla.
El protagonista de La sonrisa etrusca es Salvatore Roncone, Bruno para los camaradas, un anciano rústico y cascarrabias de la región montañosa de Calabria (situada en el empeine de Italia), que gravemente enfermo se traslada a morir a casa de su hijo en Milán, donde vivirá un gran choque cultural y generacional. Además sufrirá una transformación íntima que le hará replantearse por vez primera los estereotipos sexistas que han regido su vida. Es su nieto Brunnettino, un bebe de meses, el responsable de que se cuestione unas creencias que atribuyen a la mujer la capacidad de entrega, el cuidado y la ternura, y a los hombres la independencia y la impulsividad. Liberándose de su rol de macho vive sus últimos meses de vida con plenitud.
A través de los monólogos interiores de este entrañable gruñón iremos conociendo sus reflexiones, sus sentimientos y detalles de su vida, desde su mísera infancia como pastorcillo hasta su etapa de guerrillero partisano. Inconformista y combativo hasta el final, su penúltima batalla la librará contra un estilo de crianza que él encuentra tan desnaturalizado y poco instintivo como un adiestramiento. De su última enemiga: La Descarnada, La Parca, La Igualadora, La Pelona, La Hedionda, La Cierta, o como él dice La Rusca, se burla con nuevos proyectos e ilusiones y sonriendo etruscamente.
Hay que reconocer que tener a este hombre de suegro en casa renegando por todo debe ser un incordio y aun así es inevitable admirarle por su bravura y coraje tanto en su juventud como en la vejez. Y con todo lo bruto que es, Bruno sabe apreciar el arte y ve, en las obras que contempla, un reflejo de su propia vida: se fascina con la sonrisa de satisfacción de la pareja de etruscos, reconoce en la Piedad Rondanini de Miguel Ángel a sus camaradas Torlonio y David, este último herido de muerte; y en la pintura de San Critóbal Cristóforo se ve a sí mismo protegiendo y acompañando a su nieto.
Éste es un soneto de proporciones épicas del poeta argentino Almafuerte, pero bien lo podría haber escrito el propio Salvatore Roncone.
¡PIU AVANTI!
No te des por vencido, ni aún vencido,
no te sientas esclavo, ni aún esclavo;
trémulo de pavor, piénsate bravo,
y acomete feroz, ya mal herido.
Ten el tesón del clavo enmohecido
que ya viejo y ruin, vuelve a ser clavo;
no la cobarde estupidez del pavo
que amaina su plumaje al primer ruido.
Procede como Dios que nunca llora;
o como Lucifer, que nunca reza;
o como el robledal, cuya grandeza
necesita del agua, y no la implora…
¡Qué muerda y vocifere vengadora,
ya rodando en el polvo, tu cabeza !
También me apetece compartir este vídeo en el que aparece Héctor Alterio, el actor que interpreta a Bruno en la adaptación teatral de La Sonrisa Etrusca, recitando ¡Qué Lastima! de León Felipe.
CITAS:
Eso, niño mío, ¡guerra! -piensa-. ¡Quien no da guerra no es nadie!
¡Enemigo sorprendido, enemigo jodido!
Yo le juraba que sí, porque jurar amor a una mujer no es faltar a la palabra, aunque sea mentira.
La vida les ha distanciado, llevándoles a mundos diferentes y, sin embargo, ¡cómo echará de menos la sombra protectora del viejo roble!
En un súbito impulso se abrazaron, se abrazaron, se abrazaron. Metiendo cada uno en su pecho el del otro hasta besarse con los corazones. Se sintieron latir, se soltaron y, sin más palabras, el viejo subió al coche.
Que no acabe siendo uno de esos milaneses tan inseguros bajo su ostentación, temerosos siempre de no saben qué, y eso es lo peor: miedo de llegar tarde a la oficina, de que les pisen el negocio,de que el vecino se compre un coche mejor, de que la esposa les exija demasiado en la cama o de que el marido falle cuando ella tiene más ganas…
¡Esa leche que nunca deja nata!
¡Como si usted no hubiese tenido hijos! «No, no los he tenido —comprende el viejo, advirtiendo que nunca ha vivido lo que está viviendo—.
-No le coja, Señor Roncone! –advierte la niñera, apareciendo de repente en la puerta-. A la señora no le gusta.
-¿Por qué? ¡La vejez no se contagia!
-¡Señor, que cosas dice usted! Es que los niños no hay que cogerles en brazos. Se acostumbran, ¿sabe? Lo dice en el libro.
-¿Y a qué han de acostumbrarse? ¿A que nadie les toque?…
¡Hasta el próximo libro!
¡Hasta el próximo libro!